lunes, 23 de julio de 2012

De trabajos y gente buena...

  Hoy me llegaron noticias que me han hecho pensar en algunas de las personas y experiencias que he tenido cuando de trabajos se trata, especialmente de las primeras experiencias en el mundo laboral, donde su nombre y el de su familia tienen un papel muy importante porque para mí fueron ángeles caídos del cielo.
   Comencé a trabajar aproximadamente a los 17 años, fue en un verano en que insistí con que quería ganar mi propio dinero, siendo así mi mamá me ayudó a conseguir, en el honorable pueblo de Coacalco, un trabajo cuidando a la nieta de una de sus amigas. Su nombre era Carmina, tenía un bello cabello negro y unos ojos hermosos, una bebé preciosa con la que me permitían jugar a las muñecas. La cuide durante todo ese verano y al mismo tiempo conocí gente, fui a fiestas y mis primeras salidas a bares o "antros" fueron con las tías de la pequeña, más que una empleada fui adoptada como la amiga más pequeña que se queda a dormir y a la que le muestran otra cara del mundo. 
  El segundo trabajo que recuerdo también abarca un verano, fue en la cafetería que una amiga llamada Carmen administraba en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Fue divertido también trabajar ahí, supongo que en esa época fue cuando me enamoré de las calles del centro. La afluencia del lugar era poca pero suficiente como para trasladarme con las propinas y gastar mi sueldo en chucherías. Se podría decir que yo iba a platicar con mi amiga y de pasadita atendía una que otra mesa, aprendía a hacer capuchinos, cortar pasteles, hacer ensaladas diversas, a servir mesas, a no tirar la charola y hasta a manejar una máquina registradora. Unido a esto estaba el aire de otros tiempos que se respiraba en el edificio... Fue toda una experiencia.
  Pero mi primer trabajo formal fue otro, que también me cayó del cielo. Estaba justo a la mitad de mis estudios de licenciatura y por diversas causas ajenas a mi no tenía dinero para continuar estudiando, ¿qué hice? Lo que seguramente todo estudiante universitario hambriento y con ganas de estudiar hace: vender dulces. Así es, todos los lunes me iba después de la escuela a invertir lo poco que tenía en dulces diversos, generalmente apelaba a la nostalgia de mis compañeros y compraba cosas como ollitas, obleas o gelatinas en tubo, aunque también vendí cigarros sueltos, chicles y por supuesto paletas... pero ese no era el punto, en fin, llegó un momento en que no fue suficiente porque los libros no se compran solos y correr a la biblioteca no siempre garantizaba que alcanzaría un ejemplar, si es que lo había; así que me decidí a renunciar a parte de mi vida universitaria y buscar trabajo me medio tiempo, compré un "Segundamano" y otro y otro y otro, hasta que un día encontré un clasificado que parecía ideal, ubicado en Calzada de los Misterios, un consultorio médico-dental solicitaba recepcionista. 
   Recuerdo perfectamente la primera vez que toqué ese timbre, eran poco más de las cinco de la tarde y me abrió una joven ligeramente embarazada (motivo por el cual dejaba el empleo), yo estaba nerviosa pero segura de mi misma. En esa ocasión sólo conocí a la Dra. Rosy, con su bella sonrisa siempre a flor de piel y sus ojitos de regalo. El trabajo parecía perfecto: contestar el teléfono, agendar citas, abrir la puerta, lavar instrumental y listo... excepto los miércoles, odiaba los miércoles, era el día de limpieza general: cuatro consultorios, dos oficinas, el "laboratorio" y la recepción, era muuuy cansado. Aún así, al salir de esa entrevista experimenté por primera vez la sensación de que ese trabajo era para mí, yo debía estar ahí.
   Y así fue, a los pocos días me llamaron y empecé casi de inmediato. El personal que laboraba en ese edificio estaba conformado por un pediatra un poco gruñón pero buena persona, dos jóvenes dentistas (la que me entrevistó y la Dra. Claudia), un grupo de abogánsters o algo así y el famoso y aclamado Dr. Arandia Vara, padre de la Dra. Rosy, dentista de profesión, aprendiz de músico (tomaba clases de piano los sábados y tenía una colección de discos impresionante), escultor de ratones hechos con recina, aficionado al dominó y a la nata, puntual asistente a las reuniones de su Club de Toby, padre preocupon, abuelo consentidor y uno de los mejores jefes que he tenido. Trabajar ahí era la onda, no recuerdo haber tenido días realmente malos, si acaso una señora incróspita que forzosamente quería ser recibida una hora después de su cita (lo cual tenía prohibido siquiera intentar); siempre había risas en ese consultorio, el afamado doctor era muy divertido y se la pasaba vacilándome, haciéndome reír, riéndose conmigo o de mí, era culto y estricto con las reglas (que en realidad eran pocas y sólo una era importante: Él nunca estaba para pacientes que no tuvieran cita o que llamaban por teléfono). Lo mejor de trabajar ahí era la posibilidad de leer en un ambiente tranquilo, a veces me prestaban la computadora para hacer mis trabajos e imprimirlos, incluso una ocasión la Dra. Rosy y su esposo me llevaron a recorrer papelerías hasta encontrar una que sacara copias en acetatos, acabamos en un Office Depot y no me llevaron a mi casa porque de plano era muuuy lejos.
    El tiempo ha pasado, he tenido otros jefes y esa sensación de "este es mi lugar, de aquí soy" aún me acompaña cuando llego a un lugar. Tristemente, el día de hoy me entero que ese doctor que me enseñó con el ejemplo lo que es amar tu profesión y equilibrar el trabajo con la vida personal y con otros intereses, falleció el mes de diciembre pasado, la parecer a consecuencia de un tumor cerebral que a pesar de haber sido extirpado y combatido, no lo dejó continuar. No puedo evitar un nudo en la garganta, fue junto con su familia un apoyo muy importante en mi vida, llegaron en el momento justo, con su empleo me ayudaron a no dejar mis estudios. Ante esta noticia, no me queda más que dedicar unas cuantas palabras en su memoria, agradecerle donde quiera que esté y esperar que descanse en paz el Dr. Arandia Vara.

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