domingo, 8 de octubre de 2017

Estado comatoso

Ayer concluí una semana, la semana en que volví a la rutina: las clases, las lecturas, las fechas de entrega, trámites, pagos, juntas de organización, diplomado sabatino y reuniones con grandes amigos. Ayer, con esos amigos entrañables tuve una verdadera terapia de grupo, por fin pude hablar con alguien de mis miedos y escuchar los suyos, comprenderlos como nuestros. Nos vimos en un barecito en el centro histórico y con toda naturalidad pedimos la planta baja y si se podía en las mesas de afuera, mejor; ninguno exclamó contra nuestra paranoia, la aceptamos y la consentimos, estábamos entre amigos, íbamos a eso, a reunirnos con nuestro confort ante los miedos, a reafirmar la amistad, a disminuir distancias y a verbalizar… Somos humanistas, tres ñoños de letras y una historiadora que pensamos demasiado y que necesitamos de vez en vez vaciar, retroalimentar, verbalizar.
El problema de los eventos traumáticos colectivos es la premura, la exigencia de volver a la rutina, la imposibilidad de un punto medio donde puedas estacionarte en un estado comatoso a procesar el duelo de lo que todos perdimos, la normalidad. La urgencia por abandonar el estado de emergencia y el duelo posterior puede responder a muchas cosas: salud mental, conveniencia gubernamental, reactivación económica, entre otras. Y esa vuelta a la rutina, el tráfico, los empujones, el gas, la basura, el mandado, la comida, el banco, los trámites y un largo etcétera, ese retorno parece colectivo, nos obliga a movernos, nos culpa del duelo, lo reprocha porque qué necesidad, es flagelarse, ya no lo repitas, ya no lo evoques, deja que el tiempo, la rutina y nuestra histórica capacidad de olvido lo sepulten. Pero no pude, no así, no sin hablar lo necesario, no sin encontrar interlocutores a mi sentimiento de sorpresa, a mi miedo, a mi culpa, a mi estado comatoso. ¿De verdad sólo yo siento el corazón apachurrado? Hoy sé que no.
Lo cierto es que verbalizar las experiencias, personales o colectivas, es algo que me brinda la tranquilidad de que he registrado los detalles, lo que para mí es importante y la enseñanza, la belleza o la tristeza; verbalizar en la oralidad o en la escritura me ayuda a procesar, así fue con el divorcio de mis padres, escribí muchas cartas donde decía cómo me sentía, no sé de dónde obtuve la idea, pero funcionó. Así lo hice con las rupturas amorosas, escribí cartas que nunca envié sólo con la encomienda de sacar emociones, observarlas, emitirlas, dejarlas ir. Así es cuando mi rabia o mi satisfacción es tanta que cuento el hecho que las provoca una y otra vez hasta que lo depuro, lo deposito en el lenguaje oral o escrito para darle significado. Ayer, en clase escuché cómo Maricruz Castro Ricalde y Norma Lojero hablaban de que Josefina Vicens era una gran observadora de su entorno, de la sociedad y cómo trasladó esas observaciones a sus dos novelas y sus numerosas contribuciones al cine; pero lo importante para mí no estuvo en esa afirmación, sino en mi memoria de todos los escritores que conozco que han encontrado en la escritura una forma de vivir o sobrevivir en el mundo, a la vida misma.
 Decidí retomar este blog, después de esta semana en una nueva rutina que eventualmente será una nueva normalidad, un poco a imitación de esos escritores que admiro, con esa intención de explicarme mi extraño, culpable e insignificante duelo, para darme terapia otra vez, para entender mi estado comatoso y volver, pero mejor, algo tiene que mejorar, que cambiar…
Cuando digo que esta semana retomé la rutina me refiero a que hice todo lo que normalmente hago, ver a mi familia, ir a trabajar, leer y escribir para la tesis, ir a la escuela, reír con amigos, chismear, contar chistes, emocionarme con un cuento, adentrarme en la lectura, tomar una cerveza, fumar un cigarro, dormir en el sillón… Todo lo que hacía sin mayor problema, sin reparar en peligros, entradas, salidas, ruidos, olores, miradas… Sin embargo, esta semana tuve una rutina mosqueada por el miedo, calladito, acechante, que esperaba para agarrarme desprevenida y asaltarme mientras escribía en el pizarrón, mi vecino martilleaba o mi pareja se daba la vuelta en la cama. Ayer viajé en metro y “bajé” a la ciudad de México por primera vez en tres semanas, enfrenté un pedacito de mi miedo, lo observé en los edificios con la pintura cuarteada o rodeados de andamios o cintas amarillas. La mejor parte de esta semana fue la verbalización con mis amigos, escuchar su experiencia, ver cómo la intensidad de nuestras vivencias era variada, yo estaba en Naucalpan y mi experiencia es hasta risible, lo más fuerte que vi durante el sismo fue el miedo en la cara de tres niños que salieron corriendo de su casa; después, los tres helicópteros que pasaron hacia la zona centro de la ciudad y que anunciaron sin mayor preámbulo que algo grave había sucedido. Todo lo demás fue trabajo de mi imaginación, la falta de noticias, los videos y hasta las publicaciones estúpidas de Facebook. ¿Y entonces por qué el estado comatoso? Por empatía, porque me preocupaba por tonterías, porque qué más da la dieta, porque quién puede escribir la tesis, porque leer es superfluo, porque mi profesión es inútil como dice mi querida Rita, ninguna brigada necesitaba de conocimientos de latín o de griego o de conceptos de análisis de textos literarios, porque la falta de confianza en nuestro gobierno y su capacidad para rescatarnos de un desastre de esta magnitud no debería aplaudirse, porque en el sismo del 7 de septiembre sólo me di la vuelta, me volví a dormir e hice un chiste en Facebook al otro día, porque en el juego de probabilidades nadie sabe si tiene el boleto ganador ni qué se ganó, por mi fragilidad, por la tuya y porque se vale llorar cuando a tu madre se le remueve la memoria de 32 años y solloza en el teléfono preguntando “¿otra vez?”, porque ese día otra vez salió todo aquello que no se reparó, porque ignorar la memoria cobró vidas, porque la UAM, la UNAM, el IPN y el Tec de Monterrey están de luto, porque mucho ayuda el que no estorba, porque donar toallas sanitarias y fórmula para bebés no me hace sentir útil, porque después de unos días nadie quiere hablar de eso o lo hacen en tono amarillista o sentimentaloide, porque yo necesito verbalizar para comprender, para procesar, para respirar.

Gracias Gloria, Ricardo y Víctor por la reunión de ayer, por la terapia de grupo y la cerveza; gracias por estar dispuestos a contar y a escuchar, con ustedes soy pez en el agua incluso en las desgracias y eso fue muy reconfortante. Gracias Vic, por salir entero del Tec, por ganarte el certificado de madurez. Gracias Rick por aferrarte al barandal, por decir en voz alta lo que todos pensamos cuando entramos al salón Corona: preferimos planta baja. Gracias Gloria por propiciar la reunión y hablarme del Magníficat. Gracias a los tres por lo más importante: el buen humor, porque aquí estamos y era necesario contar, verbalizar y brindar. 

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