Ayer
concluí una semana, la semana en que volví a la rutina: las clases, las
lecturas, las fechas de entrega, trámites, pagos, juntas de organización,
diplomado sabatino y reuniones con grandes amigos. Ayer, con esos amigos
entrañables tuve una verdadera terapia de grupo, por fin pude hablar con
alguien de mis miedos y escuchar los suyos, comprenderlos como nuestros. Nos
vimos en un barecito en el centro histórico y con toda naturalidad pedimos la
planta baja y si se podía en las mesas de afuera, mejor; ninguno exclamó contra
nuestra paranoia, la aceptamos y la consentimos, estábamos entre amigos, íbamos
a eso, a reunirnos con nuestro confort ante los miedos, a reafirmar la amistad,
a disminuir distancias y a verbalizar… Somos humanistas, tres ñoños de letras y
una historiadora que pensamos demasiado y que necesitamos de vez en vez vaciar,
retroalimentar, verbalizar.
El
problema de los eventos traumáticos colectivos es la premura, la exigencia de
volver a la rutina, la imposibilidad de un punto medio donde puedas
estacionarte en un estado comatoso a procesar el duelo de lo que todos perdimos,
la normalidad. La urgencia por abandonar el estado de emergencia y el duelo
posterior puede responder a muchas cosas: salud mental, conveniencia
gubernamental, reactivación económica, entre otras. Y esa vuelta a la rutina,
el tráfico, los empujones, el gas, la basura, el mandado, la comida, el banco,
los trámites y un largo etcétera, ese retorno parece colectivo, nos obliga a
movernos, nos culpa del duelo, lo reprocha porque qué necesidad, es flagelarse,
ya no lo repitas, ya no lo evoques, deja que el tiempo, la rutina y nuestra
histórica capacidad de olvido lo sepulten. Pero no pude, no así, no sin hablar
lo necesario, no sin encontrar interlocutores a mi sentimiento de sorpresa, a
mi miedo, a mi culpa, a mi estado comatoso. ¿De verdad sólo yo siento el
corazón apachurrado? Hoy sé que no.
Lo
cierto es que verbalizar las experiencias, personales o colectivas, es algo que
me brinda la tranquilidad de que he registrado los detalles, lo que para mí es importante
y la enseñanza, la belleza o la tristeza; verbalizar en la oralidad o en la
escritura me ayuda a procesar, así fue con el divorcio de mis padres, escribí
muchas cartas donde decía cómo me sentía, no sé de dónde obtuve la idea, pero funcionó.
Así lo hice con las rupturas amorosas, escribí cartas que nunca envié sólo con
la encomienda de sacar emociones, observarlas, emitirlas, dejarlas ir. Así es
cuando mi rabia o mi satisfacción es tanta que cuento el hecho que las provoca
una y otra vez hasta que lo depuro, lo deposito en el lenguaje oral o escrito
para darle significado. Ayer, en clase escuché cómo Maricruz Castro Ricalde y
Norma Lojero hablaban de que Josefina Vicens era una gran observadora de su
entorno, de la sociedad y cómo trasladó esas observaciones a sus dos novelas y
sus numerosas contribuciones al cine; pero lo importante para mí no estuvo en
esa afirmación, sino en mi memoria de todos los escritores que conozco que han encontrado
en la escritura una forma de vivir o sobrevivir en el mundo, a la vida misma.
Decidí retomar este blog, después de esta
semana en una nueva rutina que eventualmente será una nueva normalidad, un poco
a imitación de esos escritores que admiro, con esa intención de explicarme mi extraño,
culpable e insignificante duelo, para darme terapia otra vez, para entender mi
estado comatoso y volver, pero mejor, algo tiene que mejorar, que cambiar…
Cuando
digo que esta semana retomé la rutina me refiero a que hice todo lo que
normalmente hago, ver a mi familia, ir a trabajar, leer y escribir para la
tesis, ir a la escuela, reír con amigos, chismear, contar chistes, emocionarme
con un cuento, adentrarme en la lectura, tomar una cerveza, fumar un cigarro,
dormir en el sillón… Todo lo que hacía sin mayor problema, sin reparar en
peligros, entradas, salidas, ruidos, olores, miradas… Sin embargo, esta semana tuve una
rutina mosqueada por el miedo, calladito, acechante, que esperaba para
agarrarme desprevenida y asaltarme mientras escribía en el pizarrón, mi vecino
martilleaba o mi pareja se daba la vuelta en la cama. Ayer viajé en metro y “bajé”
a la ciudad de México por primera vez en tres semanas, enfrenté un pedacito de
mi miedo, lo observé en los edificios con la pintura cuarteada o rodeados de
andamios o cintas amarillas. La mejor parte de esta semana fue la verbalización con mis
amigos, escuchar su experiencia, ver cómo la intensidad de nuestras
vivencias era variada, yo estaba en Naucalpan y mi experiencia es hasta risible,
lo más fuerte que vi durante el sismo fue el miedo en la cara de tres niños que
salieron corriendo de su casa; después, los tres helicópteros que pasaron hacia
la zona centro de la ciudad y que anunciaron sin mayor preámbulo que algo grave
había sucedido. Todo lo demás fue trabajo de mi imaginación, la falta de
noticias, los videos y hasta las publicaciones estúpidas de Facebook. ¿Y
entonces por qué el estado comatoso? Por empatía, porque me preocupaba por
tonterías, porque qué más da la dieta, porque quién puede escribir la tesis,
porque leer es superfluo, porque mi profesión es inútil —como
dice mi querida Rita, ninguna brigada necesitaba de conocimientos de latín o de
griego o de conceptos de análisis de textos literarios—,
porque la falta de confianza en nuestro gobierno y su capacidad para
rescatarnos de un desastre de esta magnitud no debería aplaudirse, porque en el sismo del 7
de septiembre sólo me di la vuelta, me volví a dormir e hice un chiste en Facebook
al otro día, porque en el juego de probabilidades nadie sabe si tiene el boleto
ganador ni qué se ganó, por mi fragilidad, por la tuya y porque se vale llorar
cuando a tu madre se le remueve la memoria de 32 años y solloza en el teléfono
preguntando “¿otra vez?”, porque ese día otra vez salió todo aquello que no se
reparó, porque ignorar la memoria cobró vidas, porque la UAM, la UNAM, el IPN y
el Tec de Monterrey están de luto, porque mucho ayuda el que no estorba, porque
donar toallas sanitarias y fórmula para bebés no me hace sentir útil, porque
después de unos días nadie quiere hablar de eso o lo hacen en tono amarillista o sentimentaloide, porque yo necesito verbalizar
para comprender, para procesar, para respirar.
Gracias
Gloria, Ricardo y Víctor por la reunión de ayer, por la terapia de grupo y la
cerveza; gracias por estar dispuestos a contar y a escuchar, con ustedes soy
pez en el agua incluso en las desgracias y eso fue muy reconfortante. Gracias
Vic, por salir entero del Tec, por ganarte el certificado de madurez. Gracias
Rick por aferrarte al barandal, por decir en voz alta lo que todos pensamos cuando
entramos al salón Corona: preferimos planta baja. Gracias Gloria por propiciar
la reunión y hablarme del Magníficat. Gracias a los tres por lo más importante:
el buen humor, porque aquí estamos y era necesario contar, verbalizar y
brindar.
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